”La televisión, amigo Daniel, es el Anticristo y le digo yo, que bastarán tres o cuatro generaciones para que la gente ya no sepa ni tirarse pedos por su cuenta y el ser humano vuelva a la caverna, a la barbarie medieval, y a estados de imbecilidad que ya superó la babosa allá por el pleistoceno. Este mundo no se morirá de una bomba atómica, como dicen los diarios, se morirá de risa, de banalidad, haciendo chiste de todo, y además un chiste malo”. (1)
Los que me conocen saben que vivo de espaldas a los televisores o más precisamente a la televisión.
Casi diría que en mi caso, se ha hecho carne la máxima de Groucho Marx, que expresaba: “La televisión es cultura, en mi casa cada vez que se enciende un televisor, yo abro un libro”.
Este sano vicio, aunque muchos no lo compartan, no deja de tener sus ventajas, por lo menos para mi, ya que me preserva del bombardeo histérico, continuo y perenne de una sociedad de consumo y consumista perversa, donde todo se compra y todo se vende y en la que hasta los seres humanos se transforman en ese obscuro objeto del deseo.
Salvo la venta de órganos o de drogas ilegales, todo está expuesto en el escaparate de los medios de comunicación. Toda oferta factura y toda factura es negocio, aunque la ética, la moral y las buenas costumbres sean arrasadas por la maquinaria economisista publicitaria, que ha hecho del marketing un fin en si mismo.
Pero, mientras estos mecanismos se profundizan, por el otro lado y en una suerte de paradoja de la hipocresía, esas mismas empresas periodísticas, elevan en forma cada vez más recurrente, sus filípicas y catalinarias grandilocuentes tendientes a combatir algunos flagelos sociales cada vez más extendidos, como la trata de blancas o de personas y toda forma de delitos vinculados a la actividad o profesión más vieja del mundo, al decir de muchos.